Vida popular de Santa Clara

Clara de Asís vivió hace ochocientos años.
Pero su vida, hasta hoy, cuestiona mucho nuestras vidas.
Si, en un tiempo bastante más difícil,
ella consiguió tener las ideas que tuvo,
vivir la vida que vivió,
y abrir caminos que todavía son válidos,
en este final del siglo XX,
¿Cómo veo el mundo?
¿Cómo puedo vivir yo?
¿Qué caminos voy a abrir?
Tu vida es muy importante,
Igual que la de mi hermana, la de mi hermano,
¿es cierto que tú vas a aprovecharla de la mejor forma posible?
Clara de Asís,
Amiga de Francisco de Asís y santa como él,
tiene una luz para iluminar tu camino.
Fray José Carlos Correa Pedroso

La fuga

Dos pequeñas señales luminosas comenzaron a brillar allá en la colina, donde se levantaba la ciudad de Asís. Habían salido de las murallas y venían descendiendo la cuesta. Antes que de llegar a la planicie, Francisco levantó alegremente su antorcha y los otros frailes fueron haciendo lo mismo. Salieron al encuentro.
Ahora ya se podía ver que eran otras dos antorchas que se venían aproximando. Rápidamente la llama del frente comenzó a destacar una figura blanca en medio de la noche. Era una luz en medio de las tinieblas y parecía un símbolo vivo de la oración fun-damental de Francisco: "Ilumina, Señor, las tinieblas de mi corazón..." Era Clara.
De ahí a poco, aquella figura femenina, rubia y linda ya estaba en medio de ellos, con el rostro resplandeciendo a la luz del Hermano Fuego. Francisco comenzó a cantar y guió a todo el grupo hacia dentro de su pobre capillita de Nuestra Señora de los Ángeles.
Fue todo muy simple. De rodillas delante del altar, Clara y Francisco agradecieron al Señor. Los frailes permanecieron de pie, iluminando la noche. Después, Francisco se levantó, acogió con palabras cariñosas a la primera Hermana que entraba en su pequeño grupo y tomó una tijera. Los rubios cabellos fueron cayendo. Clara dejó caer también el manto que la envolvía y recibió la ropa ruda y pobre de hermana menor.
El rostro de Dios
Antes que la madrugada surgiese, un pequeño grupo fue a acompañar a la joven hasta el monasterio de San Pablo de las Abadesas, de las Hermanas Benedictinas, a poco más de una hora de camino fuera de la ciudad. Desde aquel día, todo comenzó a tornarse diferente para aquel puñado de aventureros de la pobreza. Todos ellos, incluido Francisco, tenían muchas dudas sobre la presencia de una mujer, y todavía más de una noble, en medio del grupo. Pero había una fuerza muy grande para confirmar la inspira-ción que Francisco tenía como divina: aquel rostro transparentaba una luz fuerte, tan suave como decidida.
Clara era joven, dieciocho años, pero ya tenía una larga experiencia en la con-templación del rostro de Jesús. Ella reflejaba el rostro de Dios. Y, en su espejo, Jesucris-to era, sobre todo, un pobre. Pues había dejado toda su grandeza en el cielo para ser un pequeñito como nosotros.
Una palabra de Dios
Algunos meses después, cuando ya eran seis las Hermanas en San Damián, Francisco tuvo otra iluminación en su oración: ¿Por qué no pedir a la Hermana Clara, tan íntima del Señor, que lo ayudase a resolver aquella duda que tanto lo atormentaba? Pa-recía muy clara la voz de Dios que le hablara en la Porciúncula por las páginas del Evan-gelio: Cuando vayan por los caminos, no lleven ni bolsa ni calzado... El tenía que ser un apóstol. Pero también parecía muy claro aquel fuerte llamado a permanecer rezando en soledad, como había aprendido en los años más duros de su conversión. Llamó a Fray Maseo y le pidió que fuese a San Damián, a hablar con la Hermana Clara, y a Las Cárce-les (un lugar fuera de la ciudad), a hablar con Fray Silvestre. Quería que esas dos criatu-ras tan entregadas a la oración preguntasen a Dios qué era lo que él tenía que hacer.
De tardecita, volvió Fray Maseo. Francisco lo acogió con un abrazo feliz, lo llevó a comer alguna cosa y, después, se retiraron al bosque contiguo a la Porciúncula. De rodi-llas, Francisco se dispuso a escuchar la voluntad de Dios.
–¡Tanto la Hermana Clara como Fray Silvestre, después de haber invocado lar-gamente al Señor, dicen la misma cosa: Tú no fuiste llamado sólo a la oración. Tienes que ser un anunciador del Reino en medio de los pobres!
Hasta bien después de la muerte de Francisco, veintisiete años después, los hermanos supieron que todos sus problemas y dudas podían ser resueltos con relativa facilidad: era cuestión sólo de ir hasta San Damián a pedir a la Hermana y Madre de to-dos ellos que dijese una palabra de Dios.
Hortolana, la madre de Clara
Es claro que todo eso tenía sus raíces. Hortolana, la madre de Clara, ya había si-do toda una sorpresa en el palacio del caballero Ofreducio de Bernardino, que quedaba bien juntito a la catedral. La novia de Favarone, hijo de Ofreducio, no era una mujer como las otras. Aún antes de casarse, movilizó a la vecindad casadera noble (una asociación de familias para la guerra y las plantaciones) y se dio maña para hacer un viaje a Tierra Santa. En plena guerra de las Cruzadas, era preciso tener mucho coraje para ir y mucha decisión para convencer a aquellos caballeros duros y experimentados. Pero Hortolana también tenía ya una fuerza que venía de dentro. Todos sabían que ella era tan buena para vivir en comunión con Dios y con los parientes como para cuidar de la multitud de pobres que vivía en la ciudad.
Clara fue la primera hija de Favarone y Hortolana. De acuerdo con una promesa que Hortolana hiciera durante la peregrinación a Tierra Santa, ella debería haber recibido el nombre de Catalina. En el momento duro en que estaban atravesando la península del Sinaí, y fueron asediados por beduinos, ella había invocado a Santa Catalina, como hací-an todos los peregrinos. Santa Catalina protegía el Monte Sinaí desde lo alto de su mo-nasterio, existente hasta hoy. Pero hubo un hecho extraordinario, que cambió esos pla-nes y difirió el cumplimiento de la promesa.
Como aprendiera en Jerusalén, Hortolana estaba rezando delante del Crucificado, lo que no era común en aquel tiempo. Pedía salir bien de su primer parto. De repente sintió una voz de Dios:
- No tengas miedo, mujer, vas a dar a luz una luz que dejará más claro el mundo.
Fue por eso que la niña que nació en 1193 se llamó Clara. El nombre Catalina quedó para la hermanita que vino después. La tercera y última recibió el nombre de Bea-triz.
Dios y los pobres
Clara fue encaminada por la madre desde el comienzo: hacia Dios y hacia los po-bres. Las dos rezaban mucho, pero también conocían y acompañaban a todos los pobres de los alrededores, que no eran pocos. Al principio, la niña sólo acompañaba a Hortolana. Después comenzó a hacer su propio camino.
Como no siempre tenía oportunidad de salir a la calle (las niñas nobles de ese tiempo eran muy vigiladas) juntaba en su delantalcito toda la comida que podía esconder. Después encargaba a alguno de los empleados que la llevara a los que pasaban hambre. Sus amigas y los empleados siempre ayudaban. Lo que no le faltaba era la ocasión de ir poniendo todo su pensamiento, todo su corazón, toda su alma en la luz esplendorosa de Dios: Jesucristo.
Ella miraba al Cristo de la cruz, como la madre le había enseñado, y lo encontra-ba hermoso, muy hermoso. Más que la sangre y la muerte, lo que miraba en él era el amor inmenso por nosotros que lo había llevado a ese extremo.
Sólo que ella nunca separó la figura de Jesús, el Hijo de Dios, de todas aquellas otras figuras sufrientes de hijos e hijas de Dios. Tal vez por mirar mucho a Jesús crucifi-cado, la presencia de los pobres hablaba mas fuerte que la presencia poderosa y elegan-te de los caballeros y damas que llenaban su casa.

Fuera de Asís
Pero, ella no había cumplido cuatro años cuando, con toda la familia, tuvo que abandonar Asís apresuradamente. En 1198, estalló una revolución de los plebeyos ricos contra los nobles. La gente del pueblo puso fuego a casi todos los palacios de la nobleza. La propia fortaleza que quedaba en lo alto de la ciudad, la Roca Mayor, fue destruida. Con sus piedras, levantaron una muralla nueva para dejar afuera a los nobles y a sus aliados.
La familia tenía un castillo en Corozano, a pocos kilómetros de distancia, donde moraba su primo Nartino. En el tiempo que vivió allí, Clara hizo amistad con las dos primi-tas hijas de Martino: Balbina y Amata. Después los nobles comenzaron a reunirse en la ciudad de Perusa, vecina y rival de Asís, para organizar una reconquista. Clara hizo otras amistades, principalmente con Bienvenida, que era una de las siervas.
También fue en Perusa que, prácticamente en el exilio, tuvo oportunidad de culti-var su espíritu claro y agudo, lo que le habría de valer mucho en el futuro.
Su escuela
De acuerdo con la costumbre de muchas familias nobles de ese tiempo, Clara y las otras niñas, sus primas y Catalina que ya era grandecita, tuvieron buenos profesores, que iban a darles clases en la misma casa. Ella tenía una inteligencia límpida y aprendió a expresarse muy bien. Escribía latín con bastante perfección. En su casa, la lengua usa-da en muchas conversaciones, especialmente por los clérigos que la frecuentaban, era el latín. La lengua que el pueblo hablaba, en la Europa entera, también era el latín pero, bastante mezclado con las antiguas lenguas locales, ya se comenzaban a formar los nuevos idiomas: italiano, francés, español, portugués...
Ella también hilaba: retorcía con sus dedos hilos muy bonitos de lana y lino. Eso lo sabían hacer todas las mujeres de su tiempo, desde las más pobres hasta las reinas. Ellas tenían que vestir a todo el personal de la casa. Clara también aprendió a tejer y a bordar con habilidad. Siglos después, todavía podemos admirar algunos trabajos de sus manos.
Una invitación de Francisco
La guerra continuó hasta 1210, prolongándose por doce largos años. Acabó por-que los poderosos de los dos lados, nobles y plebeyos, resolvieron aliarse para ser más ricos, evidentemente dejando fuera a los pobres. Pero algunos nobles consiguieron volver a Asís, incluso antes de la paz definitiva. Hasta algunos de los hijos de Ofreducio de Ber-nardino, el abuelo de Clara. Ella misma puede haber vuelto un poco antes de esa fecha.
Por ese tiempo, Francisco, el hijo de Pedro de Bernardone, ya había conseguido la aprobación del Papa Inocencio III para su grupo de hermanos menores. Ya no lo trata-ban como un loco en la ciudad. Era amigo del obispo Don Guido y hasta predicaba en la catedral, aunque no era sacerdote. ¡Y qué alma ponía en todo lo que hablaba!
En la casa de Ofreducio, Francisco no tenía buena reputación: los caballeros lo consideraban un resentido y no tenían ninguna consideración por ese hijo de un comer-ciante rico, la clase que ellos más odiaban. Pero había cada vez más personas que hablaban bien de él en la ciudad e incluso algunas personas de la familia, principalmente las mujeres, estaban a su favor. Clara escuchaba esas conversaciones contradictorias e iba intentando formarse su juicio. Una vez, ya había mandado a Bona a llevar dinero para que aquellos pobres compraran carne.
Por ese mismo tiempo, su primo Rufino, hijo del tío Cipriano, salió de casa para ser un fraile menor con Francisco. Para muchos, fue un escándalo. Pero hizo pensar. Entre aquellos pobres compañeros de Francisco ya había varios que habían sido caballe-ros.
Por eso, Clara no se extrañó mucho cuando su amiga Bona vino a decirle, muy en secreto, que el Hermano Francisco le mandaba un recado: quería hablar con ella.
Ella fue con Bona y encontró a Francisco en el lugar convenido, en compañía de uno de sus frailes, Fray Felipe Longo. Clara quedó bastante impresionada con la figura de ese hombre que, para muchos, era un santo. Y notó que él, además de quedar impre-sionado por ella, parecía tener conocimiento de alguna cosa más.
El sabía de su vida piadosa, de su amistad con los pobres, de su manera de pen-sar diferente de sus ricos y poderosos parientes. Insistía en que ella también dejase todo y siguiese el camino de Jesucristo.
Los encuentros fueron repetidos. Clara salía con Bona o con su hermana mayor, Pacífica, que ya fuera compañera de su madre en las peregrinaciones a Tierra Santa y a Roma. Bona y Pacífica eran hijas de Guelfucio, amigo de los padres de Clara, que vivía del otro lado de la plaza de la catedral. Las dos estaban todos los días en su casa.
Todo por Jesucristo
Clara y Francisco se entendían, y mucho, porque tenían un amor común: Jesu-cristo. Todos los días rezaban juntos al Padre con Jesucristo y, por eso, su comunicación era fácil, profunda, arrebatada. Todavía joven, Clara ya demostraba mucho equilibrio in-terior. En secreto, ellos acabaron resolviendo muchas cosas. Ella hasta vendió todas las propiedades que le corresponderían por dote cuando se casase, y dio todo a los pobres.
Es bueno recordar que, en esa ocasión como ella ya tenía diecisiete años, la fa-milia insistía mucho para que se casase enseguida. Para las costumbres del tiempo, has-ta se le estaba pasando la hora. Y no era sólo eso: para una familia noble un casamiento era un negocio. Se trataba de hacer una buena alianza para aumentar la fortuna y el po-der. Uno de los que habló con ella -como él mismo habría de atestiguar más tarde- fue el marido de Bona, Rainero.
Pero ella dejaba bien claro que tenía otros planes. Riqueza y poder no querían decir nada para quien quería ser de Dios.
¿Qué es lo que podría ser comparado con aquel Jesucristo que ella contemplaba largamente todos los días en los rincones más escondidos de su casa? Ella pasaba lar-gos ratos mirando en silencio aquel rostro del crucificado, del mismo modo que sus com-pañeras gustaban mirarse al espejo. Y hasta se veía en él. Y, como las otras se arregla-ban frente al espejo, ella quería arreglarse para ser como su Jesús de la cruz.
El domingo de ramos
Al fin, quedó todo concertado con Francisco. Era la cuaresma de 1212. Su padre, Favarone, ya había muerto. Su madre, Hortolana había ido a pasar ese tiempo de peni-tencia en Roma, en compañía de Pacífica. Sólo volvería para Pascua. Francisco, que compartía sus planes con el obispo Don Guido, combinó su fuga para la noche del do-mingo de ramos. Soñador y proclive a acciones ricas de símbolos, le mandó un recado pidiéndole que fuese a la misa de ramos con los mejores vestidos que tuviese. Preparán-dose ya para la consagración en la Porciúncula.
En la catedral, mucha gente se extrañó de que el obispo hubiese dejado su lugar para ir a entregar una palma en las manos de Clara. Pensaron que ella estaba distraída en sus oraciones y el celebrante quiso ser gentil con su noble familia. Pero ella se alegró por dentro: aquella era la señal acordada. Podía dar el paso valiente, pues ya estaba todo preparado.
Lo difícil fue sacar las piedras y troncos que obstruían la puerta de los fondos, só-lo usada para llevar difuntos al cementerio. Afuera, ella encontró a un fraile llevando dos antorchas. Era de madrugada, y, con todo preparado, no tuvieron dificultades para atra-vesar la muralla y comenzar a descender hacia el valle donde estaba la Porciúncula.
La acogida de los frailes, la sonrisa de Francisco, la ceremonia simple delante de Nuestra Señora de los Angeles, le llegaron profundamente. Fue duro dar el primer paso al atravesar la puerta del monasterio de San Pablo de las Abadesas: sintió como un golpe el cambio de vida. Estaba siendo recibida no como una religiosa noble, como todos hací-an en aquel tiempo, y sí en su nueva condición, como una criada pobre. Pero eso era una decisión muy suya: quería cambiar de vida.
Tío Monaldo
La reacción de los parientes ya era esperada y hasta había sido calculada por Francisco y por Clara. Cuando el tío Monaldo, al día siguiente llegó, con un pelotón de soldados, ella se refugió en la iglesia. Francisco, informado por el obispo, había dicho que allí, los caballeros no podrían usar su habitual violencia: quedarían excomulgados por un decreto reciente del papa Inocencio III, conseguido como un privilegio por las benedicti-nas del monasterio como garantía en aquellos tiempos en que todo el mundo andaba armado y, además de las guerras, las personas vivían en luchas incluso entre las fami-lias. Asaltantes y criminales había por doquier. Las Hermanas benedictinas habían cer-cado su monasterio de altas murallas y además se aseguraban con la excomunión. To-dos morían de miedo ante una excomunión del papa. Era como condenar al infierno.
Era evidente que el tío Monaldo se moría de rabia, pues ahora, además de saber que ella había huido, ya sabía que había vendido todos los bienes y que fue acogida en San Pablo de las Abadesas como una sierva. De todas formas intentó mantener la calma y convencerla que volviera a casa por las buenas. Cuando insistió, ella se quitó el velo para que él viese que estaba con los cabellos cortados: ya era una persona consagrada a Dios, y que se las tendría que ver con el obispo, que también era un hombre poderoso. Cuando el tío perdió la paciencia, ella se prendió de los manteles del altar. El entendió que estaba corriendo el riesgo de ser excomulgado y se batió en retirada con sus solda-dos.
Clara se quedó casi dos semanas barriendo y cargando leña. Después, Francisco vino a buscarla, otra vez con Fray Felipe. Conforme a lo planeado, la llevó a la iglesita de San Angel de Panco, más cerca de la ciudad, apenas a media hora de distancia. Era una capilla en medio del bosque, y, junto a ella, vivía un pequeño grupo de jóvenes que esta-ban comenzando un nuevo tipo de vida religiosa, no monacal como la de todas las her-manas de aquel tiempo. Clara y Francisco habían considerado bueno que ella hiciese las dos experiencias antes de ir a San Damián.
Catalina también huyó
Lo que nadie esperaba fue que, quince días después de su fuga, también Catali-na apareciese por allí, porque quería vivir con ella y como ella. El corazón de Clara se estremeció: amaba inmensamente a Catalina, la extrañaba y su mayor alegría fue recibir-la. Pero las dos se prepararon para lo peor. Los parientes volverían y, esta vez, ni Fran-cisco ni el obispo sabían nada, tampoco había un monasterio poderoso, ni privilegiado con una excomunión.
De hecho, Monaldo y sus hombres vinieron con mucha menos paciencia que la vez anterior. Cuando Catalina les dijo que no volvería con ellos, pasaron a la violencia. La arrastraron a la fuerza, rasgando sus ropas y hasta arrancándole cabellos. Catalina grita-ba pidiendo socorro y Clara no podía hacer nada. A no ser hablar con su Jesús. Se arro-dillo y rezó, pidiendo ayuda con lágrimas.
Poco después del puente de piedra sobre el riacho vecino, los hombres se detu-vieron. No conseguían cargar más el cuerpo leve de la jovencita, que parecía pesar como plomo. Pidieron ayuda a algunos labradores que trabajaban por ahí cerca, pero ni aún así consiguieron moverla. Desistieron.
Llamado, Francisco vino corriendo y abrazó con ternura a las dos hermanas, sus primeras hijas en el movimiento franciscano. Encantado con la mansedumbre de Catali-na, al cortarle los cabellos, consideró que ella merecía un nombre nuevo: la llamó Inés, que quiere decir corderillo. Consideraba que ella había sido como Jesús, el corderillo de Dios inmolado en la cruz sin reclamar.
En San Damián
Pocos meses después, Francisco y Felipe las acompañaron a su casa definitiva en San Damián. Allá estaba una compañera nueva más: Pacífica, la hermana de Bona, la que fuera compañera de Hortolana en peregrinaciones a Tierra Santa y a Roma. Y llega-ron algunas más antes de fin de año. Hasta Bienvenida, la sierva del palacio de Perusa.
San Damián era una capillita muy antigua, fuera de la ciudad, en la zona rural. Según la tradición, había existido allí un antiguo templo pagano del dios esculapio que, para los romanos, era el dios de la salud. Mucha gente enferma acudía siempre a ese lugar, considerando que era milagroso. Unos doscientos años antes de Clara y Francisco, los monjes benedictinos, queriendo volver a su vida primitiva, aunque manteniendo la gran abadía habían dividido su enorme comunidad en grupos pequeños, que se estable-cieron en pequeños núcleos rurales. Aprovecharon el lugar para construir una iglesita para San Cosme y Damián, protectores católicos de los enfermos. Construyeron al lado una casa para una comunidad pequeña y allí se dedicaron a su santa vida: "Ora et labo-ra" (reza y trabaja). Cantaban todos los días el Oficio Divino en la parte alta de la capillita, encima de la cripta (que era el lugar donde enterraban los muertos), y trabajaban mucho en los campos vecinos.
Cuando Francisco descubrió esa pequeña iglesia, estaba abandonada ya hacía un buen tiempo. Fue impactado por el encuentro vivo con aquel enorme Cristo crucificado (un bonito y luminoso ícono, o imagen oriental) y, al mismo tiempo que iba limpiando y arreglando la capilla, se dedicó a rezar largamente en la pequeña cripta abandonada. Estaba pidiendo que Dios iluminase las tinieblas de su corazón.
Un día, tuvo la inspiración de que, en aquel lugar, habrían de morar unas mujeres de vida muy santa, que serían un ejemplo y una transformación para toda la Iglesia de Dios. Saltó de alegría y salió cantando en francés, como era su costumbre cuando se sentía lleno de Dios. Convidó a los pobres de los alrededores, todos amigos suyos, a preparar la casa para esas futuras mujeres santas.
Fue por eso que, al oír hablar de Clara, sintió que estaba reconociendo alguna cosa: ¿No sería la joven que debería ir a San Damián? Y fue por eso que ella tuvo la cer-teza, desde el primer encuentro, que aquel hombre sabía más de lo que estaba diciendo.
De todas formas, por un buen tiempo Francisco quedó preocupado de que aque-llo no fuera a resultar. Sería que aquellas jóvenes, casi todas ricas, irían a aguantar la vida de extrema pobreza y privaciones que estaban comenzando? Serían aquellas las "mujeres santas" de las que Dios había hablado con él? En la sonrisa de Clara, todo pa-recía decir que sí.
Casi ochocientos años después, se descubrió que Francisco, con sus pobres, hizo una reforma muy grande en San Damián. Rebajó todo el piso de la iglesia, construyó un dormitorio y una capillita en el piso superior. Hizo, de verdad, un pequeño monasterio. Después que el grupo de Clara comenzó a vivir en la casa, fueron hechas ciertamente otras adaptaciones, pero es impresionante la determinación que Francisco tuvo desde el comienzo.
La vida contemplativa en un lugar retirado
Y fue lo que el, los frailes y el pueblo de la región bien pronto comenzaron a ver. Aquellas jóvenes rezaban el día entero y trabajaban bastante con las propias manos. Reían y cantaban. Algunas de ellas salían todos los días para cuidar de pobres y enfer-mos, repitiendo un sistema que era bastante común en esos tiempos, de los hombres y mujeres eremitas.
Eremita era una persona que se retiraba al eremo, un lugar apartado, para dedi-carse sólo a Dios. La Iglesia conocía ese tipo de personas casi desde su comienzo. En los primeros tiempos, se iban bien lejos, casi siempre a lo alto de las montañas. Algunos siglos antes de Clara y Francisco, ya era común encontrar las pequeñas ermitas en los bosques, o casas cerradas en que esas personas vivían, siempre solas. En los últimos tiempos, llegaban a tener sus ermitas dentro de las mismas ciudades, en casitas con la puerta amurallada. Rezaban el día entero y sólo atendían a la gente por una ventanita enrejada. Y mucha gente iba a hablar con el eremita o la eremita. Iban a pedir oraciones por sus problemas, sus dolencias, sus aventuras. Esas personas santas comenzaron a encargarse de algunos de los que venían y de ir a socorrer a otros que lo necesitaban. Con el tiempo, algunas personas iban a los eremitorios sólo para preguntar si había algu-na necesidad para atender.
Clara y sus Hermanas
Clara y sus hermanas habían inventado un eremitorio nuevo: vivían todas juntas como hermanas. Algunas pasaban todo el tiempo en oración y en el trabajo. Otras se dedicaban especialmente a socorrer a los necesitados. Fue Dios quien diera hermanos a Francisco. Era Dios quien estaba dándole hermanas a Clara. Ellas vivían la misma vida evangélica, bien de acuerdo con su propio tiempo, en que estaban surgiendo las nuevas ciudades.
Los hermanos de Francisco no paraban en lugar alguno, estaban casi siempre en camino, anunciando el Evangelio. Pero ellos también, a ejemplo del propio Francisco, gustaban de pasar temporadas en los eremitorios.
De acuerdo con Clara, Francisco hasta escribió una propuesta para los hermanos que vivían en los eremitorios. El ideal era que se retirasen unos cuatro a esos lugares de oración. Dos quedaban en cabañas separadas, dentro de una especie de cercado, re-zando todo el tiempo. Otros dos, o en su defecto uno, quedaban fuera, protegiendo la vida de oración de los hermanos y cuidando que tuviesen para comer una vez al día. A la hora de la comida los dos orantes salían y se alegraban todos juntos, como era costum-bre de los frailes. Francisco, ciertamente iluminado en esas cosas también por Clara, comparaba a los que quedaban rezando con María Magdalena (que se quedó a los pies de Jesús) y a los que cuidaban de ellos con Marta (que cuidaba del almuerzo para Je-sús). También decía que las Marías eran los frailes hijos y las Martas eran los frailes ma-dres. Y que debían alternar esos servicios de vez en cuando.
En San Damián, la casa de Clara, el grupo era mayor. Muy rápidamente llegaron a ser cincuenta. Y, para maravilla de todo el mundo, comenzaron a multiplicarse por toda Italia y hasta por toda Europa, al igual que los frailes de Francisco que también se esta-ban multiplicando; como se multiplicaban los hombres y mujeres laicos que formaban parte de la Orden de Penitencia.
El privilegio de ser pobre
Crecieron tanto en número que su vida llamó la atención de los hombres de la di-rección de la Iglesia, en Roma. Ellos querían evitar abusos y tenían una muy especial dificultad para entender aquella vida de extrema pobreza. En 1215, tres años después que Clara había comenzado la vida nueva en San Damián, vino una orden: tenían que seguir la regla de los monjes benedictinos.
Esa regla, naturalmente era muy santa. Ya estaba santificando muchos hombres y mujeres desde hacía muchos siglos. Pero no tenía los puntos esenciales para Clara: el primero era que ellas tenían que seguir paso a paso a Jesús que había sido un pobre en este mundo. El segundo, tenían que ser una comunidad de hermanas (como los herma-nos menores de Francisco). Clara no tuvo dudas. Fue a hablar con el papa, que en ese tiempo vivía en la vecina ciudad de Perusa.
Inocencio III ya había oído hablar de ella. Conocía a Francisco. Oyó con atención y admiró la decisión de la joven. Cuando ella dijo que quería un privilegio del papa para que nadie pudiese obligar a las hermanas a tener propiedad alguna, Inocencio lanzó una sonora carcajada. Mucha gente iba todos los días a pedir privilegios para ser más rica y más poderosa, no para ser pobre y débil. Escribió, al momento, el documento. Para Cla-ra, ese papel firmado por el papa era la única cosa de valor guardada en casa. Cuando llegaran otros papas, ella iría a pedir de nuevo el mismo documento.
De hecho, en sus conversaciones con Francisco, los dos habían llegado a la con-clusión bien clara de que, para seguir a Jesús, Dios que nació en este mundo como un pequeñito, lo fundamental era no tener nada propio. ¿Jesús no había dicho que quien quisiese seguirlo tenía que vender todo, distribuirlo a los pobres y después ir tras de él sin saber siquiera dónde iba a comer o a dormir?
Ellos habían entendido que todo el problema de las personas comenzaba cuando querían ser dueñas de las cosas. Eso lo habían visto de sobra, tanto en la casa del rico comerciante Pedro de Bernardo como en el palacio de los poderosos caballeros de Ofre-ducio, junto a la catedral. Pero el asunto no paraba ahí. Quien es dueño quiere mandar. Quien manda quiere que los otros lo respeten y hagan todo lo que él quiere. Ahora bien, Jesucristo vino para servir, y, principalmente para servir a los pequeños.
Por eso, Clara y Francisco consideraban que no bastaba con no ser dueños de un terreno o de una casa. No querían ser dueños ni de la ropa pobre que vestían, ni de la comida miserable que los alimentaba. No querían ser dueños ni de las gracias especiales de Dios, como el propio don de la oración que habían recibido. Aceptaban la menor cosita con alegría, viendo en ella un presente especial del Señor. La usaban con inmenso pla-cer. Pero trataban de devolverla cuanto antes, pasando a manos de los más necesitados todo lo que recibían de bueno en la vida de cada día.
Hugolino, conde de Segni
Pero, además de los pobres, algunos de los poderosos también quedaban encan-tados con Clara y Francisco, incluso no llegando a entender todo el fuego que los anima-ba. Uno de los mas importantes fue el cardenal Hugolino, conde de Segni, obispo de Os-tia.
Pariente de Inocencio III, fue encargado por el nuevo papa, Honorio III, desde 1217, de cuidar de esas nuevas formas de vida religiosa que surgían por doquier, espe-cialmente en Italia. Primero conoció a Francisco, después a Clara. Gustó mucho de ellos. Quiso ayudarlos. Fue un instrumento de Dios, porque, si no fuese por él, es posible que otros hubiesen acabado muy pronto con el movimiento de los dos. Pero se equivocó al no lograr entender en profundidad el Jesús pobre de Clara y Francisco. Era un hombre pia-doso, pero también rico, poderoso e importante. Poco después de la muerte de Francis-co, llegó a ser papa, con el nombre de Gregorio IX.
Cuando fue papa, hizo de Francisco un santo, canonizándolo en una fiesta muy linda que encantó a la ciudad de Asís y a toda la vecindad. Continuó siendo amigo de Clara y de sus hijos e hijas, los frailes menores y las hermanas pobres. Cuando estuvo en Asís para la canonización de San Francisco, fue a visitar San Damián. Cuando podía, escribía cartas pidiendo oraciones de Clara y sus hermanas para su difícil responsabili-dad de ser papa.
La regla de Hugolino
En 1219, todavía como cardenal, Hugolino escribió una regla, que era un regla-mento o "forma de vida" para las hermanas de Clara. Era una aplicación a aquel grupo nuevo, de la antigua regla de San Benito. Hasta cierto punto, protegió a las hermanas, porque nadie más tuvo coraje de ir en contra de un movimiento aprobado por la Iglesia. Pero también fue un tropiezo bien grande. Para comenzar, ignoraba completamente la vocación de la pobreza. Y también ignoraba la propuesta de la vida fraterna, pues distin-guía dos especies de hermanas: las señoras (que venían de la nobleza) y las siervas (que eran de la clase más pobre). Por eso las hermanas de Clara trataron de obedecer, pero siempre resistieron a esa regla.
En 1220, después de pasar algunos días de la semana santa conversando con las hermanas de San Damián, Hugolino mandó una carta muy linda a Clara. Fue encon-trada recientemente y nos sorprende, dando una idea de quién era Clara. Basta decir que Hugolino, uno de los hombres más poderosos de su tiempo y entonces con más de se-tenta años, llame a Clara, una pobrecilla que recién cumplía veintisiete años, su madre espiritual. Pide sus oraciones, se confiesa admirado por su santidad, y dice que, si él no llegara a ir al cielo, la responsabilidad sería de ella, por haber rezado poco.
De todas formas, fue una pena que él no hubiese entendido que Clara y sus her-manas no querían el silencio perpetuo, que él imponía en sus casas: ellas tenían que conversar y alegrarse: eran hermanas. Fue una pena que él no entendiese que ellas no podían aceptar la abstinencia total de carne, como él quería: ellas estaban dispuestas a cualquier sacrificio, pero querían ser libres como Jesús propuso en el Evangelio. Fue la-mentable que él no entendiese que ellas no podían tener una casa llena de restricciones como él quería: ellas tenían que ser pobres como Jesús, que vino a servir a los pequeñi-tos.
Pero esas dificultades muestran todavía mejor quién era Clara. Ella nunca se re-veló contra Hugolino, ni aún cuando él llegó a ser papa y fue personalmente a San Da-mián a decir que las hermanas necesitaban tener propiedades. Ni cuando imposiciones de ese tipo comenzaron a pesar sobre sus hermanas del mundo entero. Ella mostró toda su ternura, tratando a todos con el más impresionante respeto; y mostró todo su vigor obedeciendo con firmeza lo que consideraba que era voluntad de Dios, aunque no fuera voluntad de los hombres.
La oración de Clara. El rostro resplandeciente
Clara gustaba de vivir en San Damián, un lugar un poco apartado de la ciudad, porque ella era una contemplativa. Y fue eso lo que enseñó a sus hermanas. En una car-ta a una de ellas, explicó lo que entendía por contemplación:
"Pon la mente en el espejo de la eternidad,
pon el alma en el esplendor de la gloria,
pon el corazón en la figura de la sustancia divina,
y transfórmate, entera, por la contemplación,
en la imagen de la divinidad".
Dicho con nuestras palabras: contemplar es poner todo lo que nosotros somos en Jesucristo que, viniendo a este mundo, fue como un espejo en que uno puede ver a Dios. El es esplendor de la gloria de Dios, él es como una figura que nosotros podemos hacer-nos de cómo es Dios. Es decir, uno ve a Dios si se queda largamente mirando a Jesucris-to, olvidando todas las otras cosas. Clara enseñó que quien va haciendo eso toda la vida, va siendo transformado en otro Jesucristo.
Es claro que ella no se quedaba mirando a Jesucristo en el aire. Sabía descubrirlo en las cosas, en las personas, en los acontecimientos, en la lectura de la biblia..., pero después en su recogimiento, era capaz de ir olvidando todas las cosas hasta quedar sólo en Jesucristo.
Ella también enseñaba que Jesús es como un espejo en que uno se puede mirar. O, contemplar es como mirar en un espejo en que la gente ve al mismo tiempo a Jesu-cristo, por dentro y por fuera, y a nosotros mismos, por dentro y por fuera. Uno va miran-do, va haciendo que la figura de uno vaya apareciendo cada vez más como la figura de Jesucristo.
Ese es el secreto de Clara. Fue eso lo que ella hizo la vida entera.
Cuanto más fueron pasando los años, más ella se quedaba largos ratos comple-tamente entregada a mirar el espejo que es Jesús. Las Hermanas de su tiempo contaban que gustaban esperar para mirar el rostro de Clara cuando salía de la oración: parecía como si viniera del cielo, tenía un semblante luminoso.
Clara enferma
Mientras permaneció en la casa paterna, Clara tuvo muy buena salud. No habría enfrentado la fuga y la vida nueva en San Damián, si no hubiese sido una joven saluda-ble. Ni Francisco habría aceptado ni invitado, a seguir su dura vida, a alguien que tuviese poca salud. El ya había tenido mucho recelo de que sólo, porque fueran ricas, aquellas jóvenes no aguantasen las privaciones que las esperaban como Hermanas Pobres. Ellas vivirían de las limosnas que los frailes les trajesen.
Pero, en San Damián, la comida comenzó a ser escasa y la defensa contra el frío bien poca. Y el entusiasmo de Clara por una vida de penitente, con ayunos y abstinen-cias, fue creciendo. Hubo un tiempo en que ella llegó a pasar días seguidos sin comer nada. Habitualmente, hacía ayuno lunes, miércoles y viernes. Hasta sus Hermanas esta-ban preocupadas.
Todas hablaron que aquello era peligroso para la salud, pero ella reía. Se estaba sintiendo muy bien. Recurrieron al capellán del convento y hasta a San Francisco. Cuan-do Francisco vio que era difícil convencerla, llevó al obispo Don Guido para convencerla. Ahí quedó establecido que, por obediencia, ella tenía que comer por lo menos un pedazo de pan todos los días.
En el tiempo en que San Francisco estuvo enfermo en San Damián, eran muchas las Hermanas que estaban enfermas. Fue ahí que Clara también comenzó a dar señales de una salud quebrantada.
Poco después, cuando Francisco se puso muy mal, casi para morir, ella quiso vi-sitarlo, pero no pudo. No conseguía levantarse de la cama. Pero le mandó un escrito que ella guardó para siempre y que es conocido como "Última Voluntad", en que Francisco anima a las hermanas a ser pobres hasta el fin. De ahí en adelante, a partir de sus treinta y dos años, Clara pasó muchos períodos en cama.
Pero no se desanimaba ni perdía la alegría. Se sentía más semejante a su Jesús que diera la vida por los hombres. En períodos en que podía mantener el equilibrio, pedía que las hermanas la atasen sentada en la cama y trabajaba como siempre: hilando, te-jiendo, bordando.
Los sarracenos
San Damián, la casa de Clara y sus Hermanas, quedaba -y todavía queda- fuera de la ciudad. Asís, como las ciudades de ese tiempo, estaba cercada por altas murallas. Eran su defensa en las tan frecuentes guerras.
Una vez, los soldados enemigos de Asís, que eran sarracenos contratados por el emperador de Alemania, cercaron el convento y hasta entraron al jardín. Las Hermanas quedaron muertas de miedo. Todas ellas sabían muy bien lo que acontecía cuando una ciudad era invadida por un ejército enemigo: era humillación y muerte. Clara estaba en cama, enferma, y sus hijas fueron a pedir socorro.
Ella tenía tanta confianza en Dios que ni se perturbó. Mandó organizar una pe-queña procesión y que llevaran el santísimo sacramento de la Eucaristía hasta atrás de la puerta que separaba el jardín de la entrada del comedor. Los sarracenos todavía no habían conseguido derribarla.
Clara se arrodilló con todas las hermanas y rezó con mucha fe. La desesperación de ellas se fue calmando y, en bien poco tiempo, los soldados fueron saliendo. No hicie-ron mal a nadie, ni robaron nada.
A causa de ese hecho, hasta hoy las figuras más comunes de Santa Clara la muestran como una hermana sosteniendo una custodia. Custodia es un receptáculo con rayos, generalmente de color dorado que se usa para exponer la Eucaristía a la doración de los fieles. Pero las Hermanas que presenciaron el hecho dijeron que la Eucaristía es-taba en una cajita de marfil y plata, como era común en aquel tiempo. Las custodias to-davía no estaban en uso.
Defensora de la ciudad
La invasión de los sarracenos aconteció en 1240. Al año siguiente, otro ejército a las órdenes del emperador de Alemania cercó la ciudad. El comandante se llamaba Vital de Aversa y era un hombre terrible. Juró que no saldría de allí hasta que no humillase a Asís. Hasta montó un cerco muy bien equipado y mandó cortar todos los árboles de alre-dedor para facilitar el ataque..
Clara todavía estaba en cama. Cuando supo de toda esa horrible situación de la ciudad, mandó llamar a las Hermanas junto a su cama. Les dijo que tenían que hacer cuanto pudieran para defender Asís, que siempre las había tratado tan bien. Convocó una nueva reunión para el otro día, bien tempranito.
Cuando ellas llegaron, Clara ya estaba preparada. Se sacó el velo y los otros pa-ños que todas ellas acostumbraban usar en la cabeza y mostró que tenía el cabello cor-tado bien cortito. Entonces, tomó un poco de ceniza y repitió una ceremonia que conocía por la Biblia y por el ejemplo de San Francisco: echó ceniza en su cabeza, para recono-cerse una pecadora.
Después dijo a todas las Hermanas que se sacasen también el velo y puso ceniza en la cabeza de cada una. Y mandó que fuesen a rezar a la iglesia, muy humildemente, pidiendo a Dios perdón por los propios pecados y también por la liberación de toda la gente de Asís.
Aquella misma mañana, el ejército invasor se retiró. Hasta hoy, casi ochocientos años después, la ciudad de Asís todavía celebra su mayor fiesta el día 21 de junio. Esa fiesta de liberación tiene el nombre de "Fiesta del Voto", porque todos piensan que fue un voto santo de Clara, el que los liberó.
Puedo quedar sin el pan material
Después que San Francisco murió, en 1226, Clara le sobrevivió todavía por vein-tisiete años y fue siempre una fuerza para los hermanos. Entre los frailes, que eran muy numerosos, surgieron muchos problemas. Había muchas dudas sobre cómo resolver muchos aspectos de su vida. En 1230, el papa Gregorio IX publicó un documento dando diversas determinaciones para los franciscanos. Entre otras, prohibía a los frailes que fueran a los conventos de las clarisas si no tenían, para cada ocasión, licencia del papa.
Cuando Clara se enteró de eso, inmediatamente pensó que sus Hermanas iban a quedar sin la preciosa ayuda de los Hermanos, principalmente en la celebración de mi-sas, predicaciones y atender confesiones. Ella era decidida. Al momento, mandó a llamar a los cuatro frailes que moraban cerca de San Damián y que estaban encargados de ir a pedir limosnas a la ciudad para que las clarisas tuvieran qué comer. Les comunicó que ya podían irse.
Los frailes quedaron extrañados y le preguntaron: ¿Pero, cómo? ¡Van a pasar hambre!
Clara respondió: No es nada. Si piensan que podemos quedarnos sin el pan espi-ritual, nosotras nos vamos a quedar sin el pan material.
Era una verdadera huelga de hambre. Cuando el papa se enteró, cambió la orden que había dado. Estableció que los frailes, para ir a los conventos de las Hermanas, pre-cisaban de la licencia de sus superiores.
Cartas a Inés de Praga
En 1234, cuando ya hacía ocho años que Francisco había muerto, y Clara tenía cuarenta años, entró en su Orden una princesa. Su nombre era Inés, y era hija del rey de Bohemia, la actual República Checa. Como era de la ciudad de Praga, fue conocida co-mo Inés de Praga o Inés de Bohemia. Era una santa, y fue canonizada hace poco tiempo por el papa Juan Pablo II.
La entrada de esa princesa causó sensación en todo el mundo cristiano. Muchos reyes, y el propio emperador de Alemania, que era el más importante de todos los reyes de aquel tiempo, querían casarse con ella. Pero ella no quiso ser emperatriz. Había co-nocido a los frailes de Francisco, que le hablaron mucho de Clara, y resolvió ser una hermana como Clara.
Clara trató rápidamente de ayudar a su nueva hermana. Y lo hizo escribiéndole cartas, unas cartas preciosas, en las que le fue explicando lo que era más importante en su vida de Hermana Pobre. Inés también respondió y escribió otras cartas, es claro. Des-pués de ochocientos años, casi todas esas cartas están perdidas, pero, en compensa-ción, las cuatro cartas que todavía tenemos, de Clara a Inés, son maravillosas. Enseña lo que es ser santa de acuerdo con su manera muy propia de ser: contemplando a Jesús, Dios que se hizo pobre, y mirándolo a él hasta irse transformando en él, hasta llegar a convertirse de verdad en una hija de Dios.
Inés de Asís
No debemos confundir a Inés de Praga con Inés de Asís. Inés de Praga vivía le-jos, y las dos nunca se encontraron en este mundo. Inés de Asís era hermana de Clara. Aquella que se llamaba Catalina y a la que Francisco le cambió el nombre cuando entró en la Orden.
Después de la muerte de Francisco, Inés de Asís fue mandada a Florencia. Tenía que ayudar a las hermanas de un monasterio de allá, que también querían ser clarisas, a aprender la nueva espiritualidad. Ella obedeció con alegría, pero sufrió mucho con la se-paración. Hasta hoy se conserva una carta muy linda que ella escribió a Clara desde Flo-rencia. Habla, con el corazón en las manos, del sufrimiento por estar lejos, pero también de las alegrías por todo lo que estaba aconteciendo.
Poco después de la muerte de Francisco, también doña Hortolana, la madre de Clara, fue a vivir al monasterio de su hija. Allí murió como una santa. En 1229, fue tam-bién Beatriz, la hermana menor. Beatriz vivió más que Clara y fue una de las que dio tes-timonio en su proceso de canonización.
En 1253, como Clara estaba muy enferma, Inés, también delicada de salud, volvió a San Damián. En los últimos días de Clara, ella estuvo llorando junto a la cama de la hermana. Clara la consoló diciéndole que ella también la iba a acompañar pronto al cielo. De hecho, quince días después, Inés también fue llamada por Dios. Como en otro tiempo: ella también había abandonado la casa paterna quince días después de Clara.
Francisco enfermo en San Damián
A fines de 1224, el cardenal Hugolino mandó una carta a Francisco diciendo que había encontrado un médico nuevo para que cuidara de sus ojos, en la ciudad de Siena, donde se encontraba el papa con todos los cardenales. Pedía que Francisco fuese pron-to.
Antes de ir, pasó por San Damián para despedirse de Clara. Pero estaba tan en-fermo y hacía tanto frío, que Clara y los frailes no permitieron que viajase. Ni podía hacer-lo. Los caminos estaban todos cubiertos de nieve. Y Francisco ya tenia los pies llagados.
Clara mandó hacer par él una cabaña de ramas dentro de la casa donde moraban los frailes que pedían limosnas para las Hermanas. Y cuidó de él con mucho cariño. El estaba sufriendo mucho.
Como no podía estar de pie, por lo deteriorado de sus pies, Clara le hizo unas sandalias gruesas y acolchadas para que las usara. Tenía hasta unos huecos para las heridas. Esto se sabe porque las sandalias están guardadas hasta hoy.
Como Francisco, además de no ver, sufría mucho hasta con un poquito de luz que llegase a sus ojos, Clara le hizo un gorro de lana, que le cubría los ojos. También está guardado hasta hoy.
Como pasaba mucho frío, Clara cortó varios pedazos de un hábito viejo y los fue cosiendo a la ropa de Francisco para que quedara más gruesa. Esa ropa paupérrima de Francisco todavía está guardada en Asís, y uno la puede ver. La ropa de Clara, a la que faltaban esos pedazos , también está guardada.
Cántico del Hermano Sol
Fue durante ese invierno en San Damián, a fines de 1224 o comienzos de 1225, que Francisco compuso su famoso "Cántico del Hermano Sol". Fue un himno de alegría que brotó justamente cuando él estaba en la peor situación.
Uno de los aspectos más hermosos de ese canto, en que Jesús hace que todas las criaturas alaben a Dios Padre, fue la idea de Francisco de hacer que las criaturas en-trasen en el cántico como parejas, formadas por un Hermano y una Hermana: el Herma-no Sol con la Hermana Luna, el Hermano Viento con la Hermana Agua, el Hermano Fue-go con la Hermana Tierra. Además de que lo masculino y lo femenino se dan las manos para mostrar la plenitud de la humanidad, era como un inmenso coro en que los frailes, de un lado, y las Hermanas, respondiendo de otro, constituían una imagen del cielo, cuando todos van a estar alabando a Dios para siempre.
En esa ocasión en que Francisco estaba enfermo en San Damián y compuso el cántico, había una Hermana que moraba allí, que se llamaba Inés, y era hija de Opórtulo de Bernardo de Asís. Ese señor, muy amigo de Clara y Francisco, era el alcalde de la ciudad. Y las cosas andaban muy mal porque el alcalde y el obispo de Asís estaban en-frascados en una disputa que escandalizaba mucho al pueblo. La Hermana Inés, muy preocupada, informó a Clara. Cuando ella le contó el caso a Francisco, él mandó llamar un grupo de frailes para que fueran a cantar el "Cántico del Hermano Sol" en una reunión en que estarían presentes el alcalde y el obispo.
Los frailes cantaron, uno de ellos hizo una bonita exhortación y, en fin, toda la ciudad se conmovió cuando el obispo y el alcalde se pidieron mutuamente perdón y se abrazaron.
Oíd Pobrecillas
En la misma ocasión en que compuso el "Cántico del Hermano Sol", Francisco hizo también otro cántico dedicado a Clara y a sus hermanas. Se llama "Oíd, pobrecillas". Tanto Clara como los frailes que cuidaban de Francisco, siempre le venían a decir que las Hermanas estaban preocupadas por la triste situación de su salud y rezaban por él. Pero siempre acababan contándole que, especialmente en aquel invierno tan frío, mu-chas Hermanas también estaban enfermas, y las pocas que estaban bien no daban a basto para atenderlas.
Francisco olvidó sus propios sufrimientos e hizo un cántico justamente para con-solarlas y animarlas. El estaba viviendo un momento muy especial, en que le fue dada la certeza de que en breve estaría en el cielo, y exhortó a las Hermanas a soportar en paz las enfermedades y los trabajos, porque serían coronadas en el cielo con Nuestra Seño-ra, que también pasó aprietos en la tierra pero acabó venciendo.
La caída del portón
De vez en cuando, Clara conseguía pasar un tiempo andando normalmente, por-que la enfermedad le daba alguna tregua. Entonces, aprovechaba para ir a dar una mira-da a todas las situaciones del convento que estuviesen precisando de atención. Un día fue a ver una enorme puerta, del tiempo de los benedictinos, porque las pesadas bisa-gras están cediendo. En el momento que en ella intentó abrirla, la puerta se le vino enci-ma, tirándola al piso.
La Hermana Angelucia venía justo para ayudarla, pero sólo llegó a tiempo para ver caer la puerta. No se veía nada de Clara debajo de aquella tabla enorme y tampoco se oía ningún gemido. Angelucia comenzó a gritar pidiendo socorro. Rápidamente todas las hermanas se hicieron presentes. Pero ni todas juntas consiguieron levantar el peso. Y tenían miedo de acabar de aplastar a Clara.
Alguien corrió a llamar a los frailes. Sólo cuando los más fuertes agarraron todos juntos el portón por todos lados, fue que pudieron moverlo. Para sorpresa de todo el mundo, Clara se levantó con su sonrisa de siempre y fue a abrazarlas.
Las hermanas, mal conseguían corresponder a los abrazos, de tanto susto, pero Clara, que entonces tenía ya más de cincuenta anos, dijo:
– "No fue nada, Hermanas, hasta parecía una manta bien calentita que me estaba abrigando".
Todo el mundo quedó muy admirado, pero nadie se extrañó. Todos sabían que Clara era una mujer de Dios y estaban acostumbrados a ver cómo ella daba buen ejem-plo y curaba a muchas personas enfermas haciéndoles una señal de la cruz en la frente.
El testamento
En los últimos años, los problemas de salud de Clara se agravaron. Percibiendo que no iba a vivir mucho, ella escribió un testamento espiritual. Es un bonito documento en que ella dice a sus Hermanas cómo deberían seguir siempre a Jesucristo, que es nuestro camino.
En ese escrito ella recuerda que nosotros tenemos mucho que agradecer a Dios todos los días, pero lo mayor de todo es nuestra vocación: fue Dios quien nos llamó a la vida, fue Dios quien nos llamó para este tiempo que estamos viviendo y para que vivié-ramos con estas personas. Fue Dios quien nos dio una misión en esta tierra.
Clara repasa, en este escrito, todos los momentos más importantes de su vida con Dios y anima a sus Hermanas. Recuerda que mucha gente comienza bien, pero la mayoría acostumbra a dejar el viaje -el viaje de la realización en la vida, que es el viaje de la vocación- por la mitad.
Una vez más, Clara recuerda que el punto más alto de su vida, y de la vida de sus Hermanas, es mirar el espejo que es Jesucristo, para transformar la propia vida haciendo realidad la imagen de Dios que todos nosotros tenemos en el fondo de nuestro corazón. Es esto lo que constituye la fuerza que permitirá a todas las personas hacer su camino.
La visión de Navidad
En la Navidad de 1252, la última de su vida, Clara ya no conseguía levantarse de la cama. Cuando las campanas tocaron para la Misa de la medianoche, las Hermanas que le hacían compañía le arreglaron sus cobertores, pues hacía mucho frío, y se retira-ron sigilosas para ir a la iglesia. Clara quedó sola conversando con Jesús. En su estilo juguetón y alegre, dice:
– Ya lo ves, quedé sola aquí en lo obscuro. Ellas están asistiendo a una linda mi-sa y, ciertamente, van a escuchar un interesante sermón.
Procuró prestar atención a la música que venía de la capilla, desde abajo de los cobertores de su cama. Pero, de repente se sorprendió. Lo que oía no era voz de muje-res, era voz de hombres, y de muchos hombres. Las distinguía bien. Hasta reconoció la voz de algunos. Y ellos estaban cantando los salmos de la Fiesta de Navidad. Después, fue acompañando una misa solemne, que ciertamente no era la de su capillita de San Damián.
Prontamente, reconoció que estaba en la iglesia de San Francisco, del otro lado de la ciudad. Veía al celebrante, veía y oía a los frailes cantando, se sentía bien en medio de todas aquellas personas arrodilladas con devoción. Ella no sabía si había sido llevada a la otra iglesia o si toda aquella gente estaba presente en el humilde dormitorio de las Hermanas.
Poco después, ellas llegaron. Alegres, sonrientes, la abrazaron deseándole feliz Navidad. Todas habían aprendido con Francisco a celebrar de manera muy cariñosa aquel día en que Jesús se hiciera un pequeñito como nosotros.
Pero las Hermanas estaban locuaces. Habían gustado mucho de la misa y todas querían comentar al mismo tiempo. Fue Beatriz, su hermana más pequeña, que dijo, de repente:
– Qué pena que no estabas. ¡Fue tan lindo!
Y casi todas repitieron:
– Es realmente una pena, que no hubieras estado allá abajo con la gente!
Ella sonrió y fue contando, a todos aquellos rostros maravillados y curiosos, cómo había sido la misa en la basílica de San Francisco.
Más tarde, cuando algunos frailes vinieron a saludarlas por la Navidad y a traerles la comida para la fiesta, más de una quiso contar la experiencia de Clara. Ahí, fueron ellos los que pusieron cara de admiración. Había sido tal cual lo había dicho Clara. Ya nadie dudaba de que Clara era una santa.

La Regla de Clara
Cuando Clara salió de casa, fue para entrar en el mismo grupo de San Francisco y sus frailes menores. Su forma de vida sería la forma de vida de los hermanos. Pero Francisco quiso recibirla a ella y a sus primeras Hermanas con un breve escrito que se conoció como "Forma de Vida para Santa Clara". En él, San Francisco las comparaba con Nuestra Señora, porque estaban comenzando una vida nueva en que eran hijas y siervas del Padre eterno, Esposas del Espíritu Santo y verdaderas Madres de Jesucristo, la Buena Nueva del Evangelio.
Cuando el cardenal Hugolino hizo un nuevo reglamento, en 1219, Clara y sus Hermanas, aún siendo obedientes, sintieron que estaban perdiendo los principales fun-damentos de su vida: la fraternidad y la pobreza. Y principalmente la ligazón directa con la Orden de San Francisco. En 1247, el Papa Inocencio IV resolvió uno de los problemas, el de que ellas pertenecían a la Orden de San Francisco. Pero el resto continuó.
En 1252, Clara consiguió que el cardenal Reinaldo aprobase una Regla nueva que ella escribió -bien franciscana y bien clariana- pero todavía se quedó soñando que el propio papa también aprobaría ese reglamento de vida suyo, como había hecho con el de San Francisco. De hecho, el papa Inocencio IV aprobó la propuesta de Clara, el día 9 de agosto de 1253, poco después de la muerte de ella. Ese documento todavía se conserva en su original y es una de las mayores contribuciones de Clara a la Iglesia. Fue la primera regla escrita por una mujer.
Una vida de contemplación
En ochocientos años, las Hermanas de Clara pasaron por muchos problemas, y hubo hasta un largo período en que quedaron si observar su Regla. Pero la fuerza de su espíritu prevaleció: hasta hoy, tenemos en el mundo entero otras Claras que se entregan enteras a la contemplación de Jesucristo como en un espejo en su corazón. Viven una vida bien escondida, mas dan fuerza a toda la Iglesia y son un estímulo, como lámparas encendidas sin cesar delante del Señor.
Pero también los otros Hermanos y Hermanas, hijos de Clara y Francisco, en la inmensa familia franciscana, van aprendiendo como ella a ir identificando a Jesucristo que se manifiesta en la Palabra de la Biblia, en el ministerio de la Iglesia, en la historia de su pueblo, en la naturaleza y en todas las personas, con el Jesucristo que pueden con-templar cuando se vuelven hacia adentro de sí mismos.
En un tiempo en que las personas se vuelven con sed para un encuentro más concreto y vivencial con Dios, Clara tiene una palabra muy actual que decir.
La bendición
Fiel imitadora de Jesucristo, Clara siempre se juzgó la menor de todas. Vivía pro-piamente como una sierva de sus Hermanas, procurando hacer los servicios más humil-des.
Pero ella sabía muy bien que había sido la iniciadora de la parte femenina de la Orden Franciscana y también una de las primeras entre los compañeros de Francisco. Sabía que era una persona que vivía a Dios. Por eso, ella siempre tuvo la costumbre de bendecir.
Bendecir es biendecir, es decir el bien, es desear que a las personas les acontez-ca todo lo bueno. Clara curaba a muchas personas enfermas haciéndoles una señal de la cruz en la cabeza e invocando la ayuda de Dios.
Al final de su vida, quiso dejar una bendición a todas sus hijas e hijos. Usó una bendición de la Biblia pero la acrecentó, procurando llegar, como una madre espiritual, a todas las personas. Acaba deseando que Dios esté siempre con nosotros, y que nosotros también estemos con El.
Enfermedad y muerte
En 1253, cuando Clara estaba llegando a los sesenta anos, sus dolencias se agravaron y todos percibieron que se aproximaba su hora de atravesar su espejo e ir al encuentro de Jesús cara a cara en el cielo.
Las Hermanas se quedaban día y noche con ella, pero también venían varios de los Hermanos de Francisco a visitarla. Hasta el papa y los cardenales, presentes en Asís, fueron a confortarla y, más que todo, a recibir fuerza de aquella mujer que ya era una imagen de Jesús.
Un día, un fraile le preguntó si estaba sufriendo mucho. Ella le dijo:
– Hermano querido, desde que conocí la gracia de mi Señor Jesucristo por medio de su siervo Francisco, nunca más pena alguna me fue molesta, ninguna penitencia fue pesada, enfermedad alguna fue dura.
Cuando vio que el momento estaba llegando, dijo a su propia alma y a Dios:
– Ve segura, que ya tienes una buena escolta para el camino. Ve porque aquel que te creó también te santificó; y, guardándote siempre como una madre guarda a su hijo, te amó con tierno amor. Y bendito seas tú, Señor, que me creaste.
Las Hermanas que estaban con ella contaron que, una noche, vieron entrar en el cuarto una fila de lindas mujeres que sólo podían haber venido del cielo. Una de ellas, que era la más alta y también la más bonita, llegó junto a la cama de Clara y la cubrió con su manto, que era tan leve y transparente que no había nada parecido en esta tierra. Te-nían la certeza que era Nuestra Señora que, con las santas vírgenes, habían venido a buscarla para llevarla a su casa.
Clara había tenido una enorme devoción a Nuestra Señora. Como San Francisco, ella enseñaba que nosotros tenemos que ser madres de Jesucristo en las otras personas, ayudando a cada una a convertirse, de verdad, en un hijo de Dios, bien parecido al Hijo más bello, que es Jesús.
El entierro
Cuando se supo que Clara había muerto, el podestá (que era el alcalde de Asís) cercó inmediatamente San Damián con soldados. Los asisienses tenían miedo de que el pueblo de las ciudades vecinas viniese a robar el cuerpo de su santa. Todos querían te-ner una santa en su ciudad.
En esa ocasión, el papa Inocencio IV estaba en Asís, hospedado con toda su cor-te en el inmenso predio que había sido edificado atrás de la basílica de San Francisco. El día 12 de agosto se hizo presente con todos los cardenales a la misa de cuerpo presente de Clara. Cuando los frailes comenzaron a cantar la misa de difuntos: "Dale, Señor, el descanso eterno ...", Inocencio IV mandó parar. Dijo que debían cantar la misa de las santas vírgenes. El, como todo el mundo, consideraba que Clara era una santa.
Fue entonces que el cardenal Reinaldo, protector de las clarisas y de los francis-canos, gran amigo de Clara, advirtió al papa que cantar la misa de las vírgenes equival-dría a una solemne canonización. Eso nunca se había hecho en la historia de la Iglesia. El papa pensó un poco y mandó que se cantase la misa de difuntos.
Pero no permitió que, de acuerdo con la costumbre, el cuerpo de Clara fuese en-terrado allí mismo en San Damián. Mando que fuese llevado a la ciudad y sepultado en la iglesia de San Jorge. Más tarde, las Hermanas que moraban en San Damián se mudaron a un convento nuevo, junto al cuerpo de la santa. La iglesia de San Jorge fue ampliada y se transformó en la basílica de Santa Clara.
El proceso de canonización
Pero, muy pronto, Inocencio IV mandó abrir el proceso de canonización de Clara. El encargado fue don Bartolomeo, obispo de la vecina ciudad de Espoleto, que se pre-sentó en Asís en el mes de noviembre, acompañado por dos monseñores, un secretario y los compañeros de San Francisco, Fray León, Fray Ángel y Fray Marcos.
En pocos días, ellos oyeron a quince Hermanas y a cinco laicos (entre los cuales cuatro eran hombres) dar testimonio de lo que sabían de Clara. Entre esos testigos esta-ban personas como Pacífica y Bona de Guelfucio, que habían conocido a Clara desde su nacimiento. Además, todos los laicos eran más viejos que Clara y habían sido amigos de la familia. También Bienvenida de Perusa, la criada conocida en el tiempo del exilio, y ahora hermana en San Damián, dio su testimonio. Beatriz, hermana de Clara también se presentó. Inés había muerto quince días después de la santa.
Ese proceso de canonización es una preciosidad. Tal vez, precisamente, porque estuvo perdido hasta el año 1920. Cuando fue encontrado, trajo un testimonio único res-pecto de Clara. Parece que las personas están hablando sobre cosas acontecidas ayer mismo. No se conoce el proceso de canonización de ningún santo o santa de un tiempo tan antiguo. Y, como estaba perdido, es cierto que nadie lo alteró en todo ese tiempo.
Uno de los aspectos interesantes es percibir que todas las personas tenían la plena certeza de que Clara era una santa, una gran santa.
La canonización
Santa Clara fue canonizada -declarada oficialmente santa- en la ciudad de Agna-ni, el día 15 de agosto de 1255. La catedral de esa ciudad, que queda cerca de Roma, existe hasta hoy y es muy hermosa. La ceremonia fue hecha en Agnani porque esa era la ciudad del papa, que en ese tiempo, ya era Alejandro IV, el antiguo cardenal Reinaldo, amigo de Clara durante casi treinta años. En esa ocasión, él publicó un documento muy lindo, comunicando al mundo entero que debía venerar a la nueva santa. Desde su muer-te, más especialmente después de la canonización, fueron millares las personas que re-currieron a los milagros por intercesión de Santa Clara de Asís y fueron atendidas.
Su cuerpo
Clara fue sepultada en agosto de 1253, en el mismo lugar donde estuviera ente-rrado algunos años antes el cuerpo de San Francisco. Ahí quedó por seiscientos años, hasta 1850. En esa ocasión fue hecho un reconocimiento de sus huesos, que fueron en-cerrados en una armazón de tela metálica y vestidos con un hábito. Se hizo un sagrario, una capilla abajo del altar de la basílica, para que los fieles pudiesen visitarla. Mucha gente creía que su cuerpo estaba conservado. Pero, en 1986, para mejorar la situación de todo el relicario en que ella estaba encerrada, se hizo un nuevo estudio de los huesos. Se constató, entonces, que ella fue una mujer de 1.55 mt. de estatura. Hicieron una ima-gen siguiendo la forma de su cuerpo, con el rostro de cera, en posición acostada. Esa imagen contiene sus huesos.
Las Hermanas de Santa Clara
Desde el tiempo de Clara, la Iglesia conoce a las Hermanas Franciscanas, que se extienden por el mundo entero. Una parte de ellas, que se llaman Clarisas, continúan viviendo la misma propuesta de Clara, en una vida retirada de oración y trabajo.
Pero, a través de los siglos, fueron siendo fundados muchos grupos, o congrega-ciones, de Hermanas Franciscanas. Ellas viven de manera actualizada y adaptada a los nuevos tiempos y a los nuevos países, la espiritualidad que aprendieran con Francisco y Clara.
Sólo que, por encima de todo, Clara es considerada la madre de toda la Familia Franciscana, que comprende a los frailes franciscanos, a las hermanas clarisas y francis-canas y también todos los hombres y mujeres laicos que pertenecen a la Orden Francis-cana Seglar.
La Redescubierta

Clara fue redescubierta a fines del siglo XIX y principalmente durante el siglo XX. Siempre se supo que ella fue una gran santa y que había sido compañera de San Fran-cisco de Asís. Pero parece que Dios dejó para nuestros tiempos un conocimiento mejor de Clara. Sólo ahora, fueron descubiertos y publicados sus escritos y una preciosa colec-ción de documentos de su tiempo, principalmente su Proceso de Canonización. Todo eso puede ser encontrado en un libro llamado FUENTES CLARIANAS, que seguramente vas a querer conocer.